De vez en cuando, igual que vuelve la cigüeña al campanario machadiano, conviene echar la vista atrás y por un momento, tener más en cuenta de dónde venimos que a dónde vamos.
Era aquel un instituto nuevo, moderno, el Zurbarán.
Nos habíamos perdido la educación mixta pero poco nos importaba o, al menos, éso parecía. Teníamos por delante unos años largos de dos Bachilleratos y dos Reválidas. Todo estaba lejano aquel día que cruzamos la puerta del Instituto Nuevo que también estrenaba curso y alumnos.
Los primeros años le cogimos el pulso; poco a poco pude comprobar (el tiempo así me lo enseñó) que nos había tocado en la ruleta (o quizá no era ruleta) el premio de un plantel de profesores especiales, extraordinarios que iban a formar excelentes profesionales -y no lo digo por mi, algún día habrá que hacer inventario) en muchos ámbitos de la sociedad. Tengo especial admiración por muchos de ellos y hoy quiero destacar la figura de Consuelo de Diego Ayala - si mal no recuerdo ése era su segundo apellido- de la que recibí clases de Lengua. Permaneció pocos años en el Centro. Sus clases , además del profundo conocimiento de la materia, destilaban el aroma, el factor que transmite conocimiento, y hace pensar , reflexionar, en suma, la libertad. No era tan importante la memoria para apalancar datos como saber dónde incardinar esas informaciones generar tu pensamiento, tus propias reflexiones, ésas que van a llevarte por senderos únicos, en el tiempo que te estás cociendo en tu personal caldo levógiro.
Y me enseñó a escribir:"Escribid cuando tengáis un pensamiento que valga pena. Dejemos las florituras para el Marqués de Santillana".
Comprendíamos la importancia del latín -aunque algunos no quieran reconocerlo- y cómo nos sentaba las bases para el aprendizaje de otros idiomas. ¡Cuanto me acordaba de ella al dar mis clases!
Tenía un hijo, algo mayor que yo y una vez me preguntó: ¿Es buena profesora mi madre?
La pregunta se contesta por si misma, en este tiempo de cereza que ya nos ha llegado.